Publicado en El Día de Zamora y El Periódico de Castilla y León el 28 de octubre de 2016.
El otro día, por ser precisos la
otra noche, toda la población necesitó hacer lo mismo: vomitar. Con el continuo
asomar de la nausea en la boca del estómago, la gente salió a la calle a
intentar coger aire, a ventilarse para tratar de impedir la consecuencia lógica e
inevitable de aquellas arcadas. Pese a estar al fresco, porque ya en estas
noches de casi noviembre hace fresco, el ambiente era cargado, agobiante, y con
ese olor a habitación concurrida y sin ventilar, lo cual no ayudó a mejorar las
ansias de vómito de la ciudad. La conclusión fue que, tanto metidos en casa
como en mitad de la calle, pasábamos nuestro tiempo en un habitáculo,
alimentándonos con lo que podíamos, saciando a duras penas nuestras necesidades
básicas y sin confesar que, lo que en realidad todos estábamos deseando, era
morirnos; y que esas nauseas las provocaba un último aliento de vida que ansiábamos
vomitar para acabar con aquella angustiosa existencia que ya venía
prolongándose durante demasiado tiempo y que, poco a poco, nos había vuelto insensibles, y esa insensibilidad, como mecanismo de defensa, a la larga
nos había dado una falsa sensación de fortaleza, cuando en verdad en lo que nos había convertido era en medio humanos.
Todos
teníamos una historia diferente que contar, pero nadie que la escuchara, porque
por el camino nos habíamos ido cayendo hartos de luchar contra ya no recordábamos
quién o por qué. Y no encontramos a nadie. Conscientes de la situación, optamos
por refugiarnos donde pudimos esperando a que todo esto acabase de la manera
más rápida e indolora. Pero no terminó, y nos hemos visto obligados a mantenernos
aquí, con una total falta de voluntad de hacerlo, viendo como todo se pudre a
nuestro alrededor, dejando que un día suceda al siguiente y este a otro, en un
largo e indeseado etcétera de horas. Sentimos cómo nos vamos debilitando, y en
esta noche en la que las nauseas son más fuertes y que queremos vomitar, somos
conscientes de que la hora ha llegado, pero ninguno se atreve a ser el primero
así que nos miramos. Algunos no pueden soportarlo y cierran los ojos, otros
susurran un sollozante y repetitivo “no, no, no, no…” Hubo un momento en que
dejé de ser consciente de aquella escena y accedí a que la nausea convirtiera
en vómito lo poco que de existencia había en mí. Así que esto era la auténtica
felicidad, así que esto era la vida…
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